top of page

El frío del crudo invierno entumecía mis huesos. O quizás no fuese el frío lo que me mantenía tembloroso, temeroso, indeciso, sin saber qué era lo que debía hacer. Tras tantos años de campaña den las Galias y lograr vencer a Vercingétorix, parecía que lo más difícil de mi carrera estaba hecho. Sin embargo, aquello no era nada en comparación con lo que ahora tenía por delante. Miraba mi reflejo, en las aguas de la orilla del Rubicón, aquel río que suponía la decisión más complicada de mi vida. El Senado había nombrado cónsul único a Pompeyo. Mi gran amigo Marco Antonio me notificó el poco éxito que había tenido mi carta al Senado, proponiendo que tanto Pompeyo como yo, dejásemos nuestros cargos a la vez. Y ahora me encontraba aquí, en este río que no estaba autorizado a cruzar. Tan solo con que uno de mis soldados cruzase, ya sería tomado como una declaración de guerra por mi parte.
Miré al cielo, buscando la ayuda de los dioses, como demandando una señal, esperando que ocurriese algo extraordinario. No vi nada, y pensé que tal vez los dioses esperaban que fuese yo el que hiciese algo realmente extraordinario. Con paso firme, haciendo señal a mis hombres, comencé el avance, sabiendo que no tenía marcha atrás.
- Alea iacta est! Que sea lo que los dioses quieran.

Alea iacta est!  (21/10/2013)

bottom of page